Diálogos bajo el puente y la alameda… / Renato Rodríguez
ESCRIBE: Renato Rodríguez (*) / Foto: Nivardo Córdova
La sala de redacción del diario El Comercio era un hervidero de sonidos de teclas Remington, nadie paraba de escribir, fue en verano de 1991, Lima era caótica como lo es ahora, yo había llegado puntual como relojito inglés.
Nardo, un amigo de toda la vida, me estaba esperando, ya había entregado sus comisiones de trabajo, un par de artículos sobre una balacera de la noche anterior y sobre un robo de unas galerías. Es un genio del periodismo: había logrado una beca que le permitía practicar ese verano en el diario más importante del Perú y ahí estaba, codeándose con los mejores redactores.
Había entregado las cuartillas de sus notas a su jefe, un señor de bigotes que fumaba como volcán en erupción, esté las leyó con desdén, y en medio de esa nube de humo pálido del cigarrillo pude ver un atisbo de sonrisa y entre ella, con una voz áspera, le dijo, bien muchacho, bien, y le dio dos palmadas en el hombro.
Vamos —me dijo— y mientras bajábamos las escaleras me contó que en este lugar, señalando al lobby del diario —ahí José Santos Chocano le disparó a Elmore. En esos tiempos las vainas se resolvían a balazo limpio —sentenció, como un periodista experimentado.
¡Compare —me dijo—, llévame a conocer Lima!. Me lo pidió como un disparo a quemarropa. Yo, que ya llevaba viviendo cuatro años en la capital, sentí una responsabilidad inmensa entre mis espaldas. —¿A dónde puedo llevarlo y que se sienta deslumbrado? —¿A dónde lo llevo? ¿A Miraflores? No, ahí no, es bacán pero no, mucha modernidad y Nardo es de los que le apasiona la historia.
Caminamos por el Jirón de la Unión. Ya con el sol sobre nosotros, la tuve clara. —Caminemos, mi dilecto amigo. Saqué pecho de usar esa palabrita que la había sacado de la lectura de una novela de detectives.
Pasamos por el Palacio de Gobierno que estaba lleno de resguardo, policías y militares nos ojeaban con desconfianza, era la época terrible de los coches bomba del terrorismo. Me dijo: —No te preocupes, compare, que si el Perú no se jodió en el 50 como sentenció Zavalita, ahora tampoco lo hará, y nos reímos y nuestras risas se confundieron con el río hablador, que pasaba por debajo del majestuoso puente Trujillo, construido íntegramente de piedra y que con sus cuatrocientos años de vida – nos dio la certeza de que eso ocurriría, que el Perú viviría eternamente, porque es de piedra, como Machu Picchu.
El sol arriba y nosotros caminábamos por el barrio más virreinal de Lima, con esas casonas de arquitectura venida del viejo continente y venida a menos también, porque la pobreza se apoderó de este barrio del “puente y la alameda” y las casonas se convirtieron en miles de casas pequeñas en donde vivían miles de peruanos venidos de los confines de nuestra patria, ahí a recordar que fuimos ricos en un banco en el que nunca nos sentamos.
Nardo nunca olvida que ese paseo por la historia bajopontina lo lleva en sus entrañas de poeta y lo que nunca olvida también son las cervezas heladitas y el menú de cinco lucas que nos comimos protegidos por una casona virreinal que tenía de comedor un patio ostentoso que estaba a punto de caerse sobre nuestras cabezas en cualquier momento – pero no importaba – porque mi amigo y yo andábamos en una charla interminable de dos colegas entrañables que hasta ahora nunca dejamos de conversar y sobre todo, de reírnos.
(*) Renato Rodríguez García es periodista y escritor. Ha publicado los poemarios «Bizarro» (2015) «Escalpelo» (2023), el libro de crónicas «Trujillo, mon amour» (2023) y la novela «El perseguidor de lo invisible» (2024). Es columnista de Río Hablador (ver aquí).